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Sobre la praxis de hacer

I. La economía libidinal del scroll

Es fácil sucumbir a la ansiedad del scroll infinito, pero esta facilidad no es accidental sino arquitectónica. El feed como dispositivo de gubernamentalidad neoliberal que opera mediante la exhibición perpetua del hacer-ajeno: cuerpos en constante demostración de productividad, sujetos que performan su acumulación de logros como quien deposita evidencia en un juicio permanente contra la propia inercia.

Lo que se genera no es solo FOMO ese término domesticado por la psicología pop—sino una ilusión óptica de aceleración generalizada donde todos avanzan simultáneamente mientras una permanece cristalizada en la posición del testigo, del espectador inmóvil que asiste al gran teatro de la productividad tardocapitalista sin jamás subir al escenario.

Pero hay que preguntarse: ¿qué tipo de paralización es esta?

¿Es acaso resistencia inconsciente? ¿Negativa a entrar en el juego de la exhibición constante? ¿O es, más bien, la forma más refinada de sumisión: la que ni siquiera puede articular su deseo propio porque está demasiado ocupada consumiendo el deseo realizado de los otros?

II. El fetiche de la complejidad

La mayoría del terror que nos paraliza frente a los objetos de conocimiento proviene de lo que podríamos llamar el fetiche de la complejidad: esa arquitectura intimidante que las cosas complejas despliegan cuando se las observa desde la distancia segura de la no-práctica. Las ecuaciones suspendidas en el espacio blanco de un paper académico como jeroglíficos de una civilización inalcanzable.

El código que se despliega en la pantalla del programador experto como sintaxis de un lenguaje prohibido.

El setup técnico del otro, la obra terminada, pulida, radiante de maestría aparente. Lo que ocurre en ese momento es un cortocircuito cognitivo: el cerebro, ante la imposibilidad de procesar inmediatamente la totalidad del sistema complejo, ejecuta un shutdown defensivo y decreta con autoridad de oráculo: jamás llegarás hasta allí.

Esta profecía autocumplida es precisamente el mecanismo mediante el cual la estratificación del conocimiento se reproduce: no mediante la dificultad intrínseca de los objetos epistémicos, sino mediante la construcción social de su inaccesibilidad.

Pero existe un secreto que la academia, la industria tech y todo régimen experto prefieren mantener encriptado: la complejidad, en la mayoría de los casos, es un efecto de superficie.

Una vez que se atraviesa esa primera membrana de resistencia—una vez que efectivamente se empieza a tocar el código, manipular la ecuación, desarmar el dispositivo—todo se revela como menos mágico y más mecánico de lo que el fetiche de la dificultad sugería. La complejidad era un artefacto de la distancia, una ilusión óptica producida por la separación entre el sujeto observador y el objeto de deseo epistémico.

III. Terry Davis y el oscurantismo académico

«Un idiota admira la complejidad, un genio admira la simplicidad, un físico intenta hacerlo simple. Para un idiota, mientras más complicado sea algo, más lo va a admirar. Si haces algo tan clusterfücked que nadie puede entenderlo, van a pensar que eres un dios porque lo hiciste tan complicado que nadie puede comprenderlo. Así es como escriben journals en la academia: intentan hacerlo tan complicado que la gente piense que eres un genio».

Terry Davis genio esquizofrénico, programador visionario que construyó un sistema operativo completo para hablar con Dios, mártir del código divino—formuló aquí una crítica epistemológica que la filosofía académica raramente se atreve a articular con esta brutalidad.

Porque lo que Davis señala no es solo un problema de estilo sino de poder: la complejidad innecesaria como tecnología de exclusión, el oscurantismo como performance de genialidad, la jerga impenetrable como muralla defensiva contra la democratización del saber. A veces somos idiotas simplemente porque nos falta el conocimiento acumulado necesario para decodificar cierto dominio técnico.

Pero otras veces—muchas veces—son personas específicas construyendo laberintos deliberados de complejidad para proteger su capital simbólico, para mantener intacta la ficción de su genialidad inaccesible.

La academia adora este juego perverso: papers escritos en prosa deliberadamente tóxica, saturada de neologismos y citaciones cruzadas que funcionan como passwords de acceso a un club privado donde el conocimiento circula solo entre iniciados.

Y sin embargo, la verdad brutalmente simple que nadie quiere admitir es que la mayoría de la gente realmente no hace cosas. La barra está considerablemente más baja de lo que el espectáculo de la complejidad sugiere, en prácticamente todos los campos de producción cultural, científica, tecnológica. Todo lo que desde afuera luce como imposibilidad ontológica suele ser, al acercarse, apenas una cuestión de atravesar esa primera zona de resistencia cognitiva que separa el deseo abstracto de la ejecución concreta.

IV. Contra la teoría infinita: una pedagogía del hacer

Lo que funciona—y esto no es prescripción universal sino evidencia empírica destilada de la observación—es comenzar sin sobrepensar el proceso hasta convertirlo en otra modalidad sofisticada de procrastinación.

Se elige un libro, no necesariamente el más canónico ni el más citado, sino el que se puede efectivamente leer sin que el ego académico colapse bajo el peso de su propia ignorancia. Se lee lo suficiente para comprender los fundamentos operativos básicos.

Y luego—esto es crucial—se detiene antes de que la lectura se convierta en teoría infinita, en esa forma de masturbación intelectual donde acumular conocimiento se vuelve sustituto del hacer. No se trata de completar el libro como si fuera una obligación moral o un rito de paso. Se trata de alcanzar ese punto liminal donde se puede intentar hacer algo con el conocimiento recién adquirido.

Ese es el momento donde las cosas cobran sentido de forma visceral, no abstracta. Donde la teoría deja de ser texto flotante y se ancla en la práctica como técnica manipulable. Si todavía no existe claridad sobre qué tipo de proyecto se quiere construir, esto no indica defecto del sistema sino que es parte inherente del proceso. No se puede saber de antemano qué se querrá hacer. Solo se sabrá una vez que el cerebro tenga suficiente material acumulado con qué fantasear posibilidades, con qué construir imágenes mentales de futuros proyectos. Mientras tanto: habitar la proximidad de quienes efectivamente construyen.

Seguir en X a quienes ejecutan, no a quienes solo comentan la ejecución ajena. Leer su material con atención casi etnográfica, intentando comprender no solo qué hacen sino cómo piensan, qué infraestructura mental sostiene su capacidad de convertir idea en objeto.

Revisar GitHub como archivo arqueológico de código, explorar repos aleatorios, leer el código ajeno como si fuera literatura técnica que revela patrones de pensamiento. Testear fragmentos, experimentar con implementaciones pequeñas, reimplementar papers, forkear proyectos, hackear sin miedo a romper cosas.

En algún punto—imposible predecir cuándo, imposible forzar el momento—surgirá el deseo de hacer algo propio. Y ese momento, cuando el deseo se vuelve tan específico que ya no se puede tercerizar ni posponer, es donde comienza el progreso real.

V. La putrefacción del espacio como causa material de la inercia

Si la paralización persiste más allá de cualquier intervención técnica o ajuste motivacional, quizás el problema no sea psicológico sino topológico. No se trata de mindset ni de disciplina sino de la relación material entre el cuerpo y el espacio que habita. Porque cuando se permanece demasiado tiempo en la misma configuración espacial—misma habitación, mismos objetos inertes, mismas superficies, misma luz, mismas ventanas dando al mismo fragmento de ciudad—el cerebro empieza literalmente a pudrirse. No metafóricamente: literalmente. Se produce una especie de entropia cognitiva donde todo se vuelve opaco, repetitivo, como si el tiempo ya no fluyera sino que se acumulara en capas tóxicas de monotonía.

He observado personas intentando salir de este estado mediante soluciones que suenan razonables pero que sistemáticamente fallan: journaling como ritual de autoconocimiento que solo produce más registro de la propia miseria, píldoras como parche farmacológico para problemas que no son químicos sino situacionales, libros de autoayuda como pornografía motivacional que excita momentáneamente pero no altera ninguna estructura. Un año después: siguen exactamente donde estaban, todavía leyendo sobre cómo empezar en lugar de empezar.

El error fundamental del discurso del self-help es su cartesianismo encubierto: la creencia de que todo es interior, que el problema y su solución residen únicamente en el espacio psíquico del individuo aislado. Pero el cerebro no es una computadora abstracta flotando en vacío metafísico. Es carne que responde a luz, temperatura, olores, texturas, la geometría específica de las superficies que la rodean. La habitación funciona como interfaz cognitiva: si está saturada de objetos sin función, iluminada con luz de neón industrial que convierte cualquier espacio en distopía corporativa, el cerebro simplemente no puede producir. Se queda atrapado en loop, rumiando su propia imposibilidad como si fuera bug ontológico cuando en realidad es solo problema de arquitectura espacial.

La solución, entonces, no es introspectiva sino material: alterar la geometría del espacio. Abrir ventanas es instalar nuevos flujos de información sensorial que resetean los parámetros ambientales del sistema nervioso. Tirar objetos inútiles es liberar espacio negativo, crear vacío donde antes había clausura asfixiante. Agregar elementos que no cumplan función productiva sino puramente estética—una planta, una lámpara que emite luz cálida como promesa de confort, un poster que excita visualmente—es hackear el propio sistema límbico, crear anclas de deseo en el espacio físico.

VI. El flâneur digital y la necesidad del vagabundeo

Salir. Caminar sin propósito extractivo, sin fitness tracker contabilizando pasos, sin podcast educativo optimizando cada segundo de ocio. El flâneur digital—ese sujeto que habita principalmente interfaces pero que todavía posee un cuerpo—necesita momentos de desconexión analógica, de vagabundeo sin GPS, sin métricas, sin la obligación neoliberal de convertir hasta el paseo en actividad productiva.

Las ideas no llegan por fuerza bruta ni por disciplina sino por seducción, por esa disponibilidad receptiva que Freud llamaba atención flotante y que funciona tanto para el psicoanálisis como para cualquier proceso creativo. El paseo como tecnología antigua de desbordamiento cognitivo: mientras el cuerpo se mueve por el espacio físico, el cerebro hace conexiones laterales, sinapsis inesperadas, cortocircuitos conceptuales que jamás ocurrirían frente a la pantalla. La música en los audífonos no como distracción sino como banda sonora privada, como diseño sonoro de la propia existencia.

Lo que buscamos no es disciplina—ese concepto heredado de la pedagogía militar—sino eros: atracción magnética, ese pull irresistible hacia el hacer que no necesita ser forzado porque es deseado. Y el eros requiere espacios sensuales, atmósferas que seduzcan de vuelta a la vida en lugar de recordar constantemente el fracaso acumulativo.

VII. El niño interior como test de autenticidad

La pregunta del niño interior funciona como test de autenticidad existencial no porque la infancia sea ese lugar mítico de pureza que el discurso terapéutico imagina, sino porque esa criatura pre-socializada todavía no había internalizado completamente los protocolos de ambición legible, las métricas de éxito socialmente aceptable, el catálogo de carreras respetables.

¿Qué quería ese niño antes de que le enseñaran a querer correctamente? ¿Antes de que el mundo instalara sus filtros de realismo, sus cálculos de viabilidad económica, sus advertencias sobre mercados laborales? ¿Construir cohetes? ¿Escribir ciencia ficción? ¿Hackear sistemas como forma de magia contemporánea?

Confrontarse con esa mirada todavía no contaminada de cinismo es ejercicio doloroso porque revela con precisión quirúrgica la distancia entre el deseo originario y la deriva actual. Muestra exactamente dónde se aceptaron los términos del contrato social, dónde se negoció el deseo a cambio de seguridad económica, dónde se eligió la supervivencia por sobre la intensidad. Pero ese dolor es diagnóstico puro, información precisa sobre los puntos donde el camino se torció.

VIII. Cuando el problema migra a lo visceral

Hay momentos donde la paralización no responde a ninguna de estas intervenciones. Donde cambiar el entorno, alterar la rutina, modificar los inputs sensoriales no alcanza para romper el loop. En ese punto el problema migró a capas más profundas, más viscerales, donde ya no se trata de motivación ni de configuración espacial sino de química cerebral alterada.

Depresión no como metáfora romántica del artista melancólico sino como fenómeno neuroquímico brutalmente real, como falla sistémica en la producción de serotonina. Burnout no como falta de disciplina sino como colapso material del organismo, como momento donde el cuerpo dice no más y simplemente se niega a seguir operando bajo las mismas condiciones. Estar atrapado no solo en la mente sino en el cuerpo, en ese nivel somático donde ningún ajuste cognitivo puede alcanzar.

En ese estadio, quedarse es practicar violencia contra unx mismx. La única jugada viable es el exit radical: viajar, desaparecer temporalmente del circuito habitual, romper física y geográficamente con la configuración actual de la existencia. Porque el cerebro necesita shock de novedad, necesita que la realidad se resetee sensorialmente. Necesita otros cuerpos, otra arquitectura, otros sonidos, otro idioma en las calles. El viaje no como turismo sino como reboot existencial, como hard reset del sistema operativo mental.

IX. La evidencia empírica del fracaso como posibilidad

El cerebro es sistema experto en construir narrativas de imposibilidad. Teje argumentos tan convincentes, tan bien estructurados, que parecen verdades metafísicas sobre nuestra incompetencia esencial. Pero son glitches, errores de procesamiento que se pueden debuggear. La única forma de hacerlo es mediante la práctica: hacer, ejecutar, lanzar aunque sea imperfecto, aunque nadie lo vea, aunque no genere validación inmediata.

La evidencia empírica es brutalmente clara para quien mire sin filtros ideológicos: constantemente vemos personas sin credenciales, sin recursos, sin talento evidente, sin capital social—logrando cosas que estadísticamente no deberían poder lograr. El mundo está saturado de éxitos improbables, de gente que violó todas las reglas del juego y sin embargo ganó, por pura insistencia, por negarse a aceptar el veredicto de lo imposible.

No existe razón ontológica, ninguna ley natural inscrita en la estructura del universo, que establezca por qué unx no puede ser parte de esa categoría de anomalías exitosas. Es simple matemática social: si ellos pudieron, unx puede. Todo lo demás es narrativa autoimpuesta, ficción de limitación que se acepta como hecho porque es más cómodo que arriesgarse al fracaso público.

X. Economía de la energía y política de la circulación

Si este texto generó algún tipo de voltaje—aunque sea mínimo, aunque sea apenas un microimpulso eléctrico en tu sistema nervioso—que no se disipe en consumo pasivo, en asentimiento estéril. Que se traduzca en acción concreta, por pequeña que sea, por risible que parezca en su escala microscópica.

Un mensaje a alguien en X cuyo trabajo admirás en silencio. Un DM a un creador que te inspiró pero al que nunca te atreviste a escribir. Un boost a alguien que está comenzando, que todavía no tiene la audiencia que su trabajo merece. La energía es recurso finito que debe circular inteligentemente, no acumularse como capital simbólico privado. Hacerla fluir hacia lugares donde pueda multiplicarse, hacia otros cuerpos que también están intentando construir algo en este mundo cada vez más hostil al hacer no-monetizado, a la creación que no genera KPIs, a la praxis que existe fuera de la lógica extractiva del capital.

Porque finalmente de eso se trata: no de productividad individual sino de construcción colectiva de mundos posibles.

medusahraholographic

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