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Lenguaje en Ruinas: Desmontando las Ficciones de la Normalidad

La comunicación como simulacro: una mirada crítica desde la neurodivergencia

gigineurodivergente

En este ensayo, exploraré la brecha comunicativa entre lo que llamaremos, por comodidad, el mundo neurotípico y el neurodivergente. Una brecha que, lejos de ser un simple malentendido, funciona más bien como un muro bien cimentado por la norma, la productividad y la condescendencia. Sin embargo, con un mínimo—pero aparentemente titánico—esfuerzo de empatía por parte del mundo normativo, capacitista y capitalista, tal vez, solo tal vez, podríamos empezar a llamarlo puente. Y ya que hablamos de empatía mal entendida, vale la pena mencionar el (2) de Abril— Día Internacional de la Aceptación del Autismo. Un día en el que, con gran pompa y orgullo, se nos concede el inmenso favor de ser “aceptados”—como si fuéramos una solicitud pendiente en un comité de admisiones. Pero la verdad es que nunca se ha tratado de aceptación, ni de comprensión conmovedora. Se trata de algo más simple y menos decorativo: respeto, equidad y el derecho básico a existir sin que nuestra existencia sea vista como un problema a resolver.

Neurotípico es un neologismo muy utilizado en el movimiento de la neurodiversidad como etiqueta para cualquier persona que tenga un neurotipo que se ajuste a la norma de patrones de pensamiento. (Wikipedia, 2025).

El término ‘neurodivergente’ se utiliza para describir a las personas cuyas funciones neurológicas difieren de lo que se considera típico o estándar. Esto incluye condiciones como el autismo, el TDAH, la dislexia, la dispraxia y otras variaciones neurológicas.

Y sin embargo, a pesar de esta evidente fragilidad de nuestra percepción, el mundo neurotípico insiste en que su versión de la realidad es la única válida. Su manera de procesar, comunicar y estructurar el mundo no es una entre muchas, sino la correcta, la estándar, la que define quién es funcional y quién no. Como si el hecho de ser mayoría les diera el monopolio de la verdad. Como si el caos pudiera ser domado con normas sociales arbitrarias y reglas de etiqueta disfrazadas de sentido común. Pero el problema de esta ilusión colectiva es que deja fuera todo aquello que no encaja en su molde preestablecido, tachándolo de raro, incómodo o, peor aún, incorrecto.

Pero, ¿qué ocurre cuando alguien percibe la realidad de una manera que desafía esa narrativa dominante? Cuando su manera de procesar el mundo no encaja en los límites estrechos de lo considerado “normal”? Lo que sigue no es un intento de comprensión, sino de corrección, de moldear a la fuerza lo que escapa a su control.

La realidad, como la concebimos, es una ilusión fabricada por nuestra percepción limitada, una simulación que solo puede ser entendida como lo que no es. No existe una absoluta verdad objetiva ni una esencia incuestionable; lo que vemos es solo una fachada, un fragmento distorsionado de algo mucho más complejo. La mente humana, en su afán de ordenar el caos, crea narrativas que intentan encajar en un molde coherente, pero esas narrativas no son más que interpretaciones de una realidad que se resiste a ser comprendida.

En un mundo así, la neurodivergencia no es simplemente una ruptura al status quo, sino una irrupción en los cimientos mismos de la estructura de la normalidad, una grieta que expone la contingencia subyacente de lo que entendemos por realidad. Lejos de ser una anomalía que debe ser corregida o asimilada, la neurodivergencia revela que nuestra forma estándar de interactuar con el mundo es, en última instancia, una construcción arbitraria, una interpretación forzada de una experiencia mucho más compleja y disonante.

En esta fractura, la linealidad de la percepción se desintegra, dejando ver un horizonte donde lo “normal” se vuelve relativo, un lugar en el que la interacción con el mundo no está predeterminada por reglas preexistentes, sino que se redefine constantemente desde nuevas y desconocidas perspectivas.

La neurodivergencia, al desestabilizar los códigos establecidos de la percepción, abre una brecha en el lenguaje mismo, ese sistema que los neurotípicos emplean como medio para imponer-se al caos del mundo.

El lenguaje, en su forma más convencional, no es solo un vehículo de comunicación, sino una estructura que impone una visión reduccionista de la realidad, una manera de ordenar lo incomprensible a través de un marco riguroso. Para los neurotípicos, la palabra se convierte en un mecanismo de control, un contrato tácito que determina lo que es y lo que no es, lo que debe ser entendido y lo que debe ser ignorado. Pero cuando esa experiencia se fragmenta, cuando las piezas de la realidad no encajan en sus patrones prefabricados, el lenguaje pierde su efectividad como herramienta de comprensión.

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Y, sin embargo, el problema nunca ha sido la percepción, sino la intolerancia hacia cualquier forma de existir que no encaje en el molde preaprobado. Se nos exige hablar su idioma, usar sus códigos, modular nuestras expresiones para no incomodar, como si nuestra forma de procesar el mundo fuera una anomalía que necesita corrección en lugar de una manifestación legítima de la existencia. La comunicación, para el neurotípico promedio, no es un intercambio, sino una prueba de adaptación: ¿Puedes imitar lo suficiente? ¿Puedes traducirte lo bastante bien para que no les resulte agotador intentar entenderte? Porque si no puedes, el problema eres tú. No el lenguaje, no la estructura, no la rigidez de un sistema diseñado solo para aquellos que encajan sin esfuerzo.

Y es que, al final, lo que molesta no es la falta de comprensión, sino la incomodidad de enfrentarse a un mundo que no se pliega a sus expectativas.

Para ellos, la diferencia solo es válida si es pintoresca, manejable, si puede ser traducida a términos que no desafíen la ilusión de que su manera de percibir y definir la realidad es la única correcta. Pero cuando la diferencia se rehúsa a ser empaquetada y digerida, cuando exige existir sin necesidad de ser justificada, entonces deja de ser fascinante y se convierte en un error que hay que corregir o, en el mejor de los casos, tolerar con una condescendencia vestida de inclusividad.

En mi experiencia personal, como neurodivergente, el intento de articular el mundo a través de un lenguaje preestablecido se convierte en una contradicción constante, un juego de traducción que no termina de reflejar lo que se experimenta, habito un espacio donde las certezas que otros consideran universales son inalcanzables. Desde que tengo memoria, mi percepción del mundo ha sido la de un terreno en el que las cosas no se ajustan a los contornos que otros parecen ver con facilidad. No como un prisma roto sino como una forma distinta de refractar la luz. Desde un lugar donde lo que se percibe no se limita a los límites de lo tangible, sino que está impregnado de una profundidad más vasta, de significados que no siguen las reglas de lo comúnmente aceptado. Las imágenes, los sonidos y las sensaciones se entrelazan en formas que no siempre son visibles a los ojos de los demás, pero que, sin embargo, son tan reales como cualquier otro aspecto de la existencia.

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Cada palabra, cada frase, es una construcción que se esfuerza por comunicar lo incomunicable, pero nunca logra capturar la multiplicidad y complejidad de lo que ocurre fuera del marco de referencia común. El lenguaje de los neurotípicos, por tanto, no es universal; sino más una forma cerrada de relación con el mundo.

Yo tardé años en darme cuenta de esto, de que el lenguaje de la llamada “gente normal”, es decir, el lenguaje neurotípico, no es el mismo que el mío.

No está diseñado para transmitir verdades profundas ni para expresar lo que realmente se piensa, sino para sostener una coreografía social bien ensayada. Su propósito no es la claridad, sino la comodidad; no es la honestidad, sino la armonía superficial. Es un lenguaje de humo y espejos, de sonrisas funcionales y silencios estratégicos, un artefacto de simulación donde lo que se dice rara vez tiene algo que ver con la realidad. Cada “te llamo luego” es un conjuro de dispersión, un mecanismo de escape disfrazado de intención. Cada “qué bueno verte” es una palmadita verbal que no significa absolutamente nada. Para ellos, la palabra no es un compromiso, sino un lubricante social que mantiene en marcha la maquinaria de lo aceptable.

Me pregunto cómo logran soportar tanta falsedad sin que se les deshaga la lengua en la boca.

Un neurotípico puede decir “nos vemos pronto” con la misma ligereza con la que uno pestañea, sin el menor interés en que eso ocurra jamás. Durante años, tomé esas palabras en serio, interpretándolas como lo que parecían ser: intenciones genuinas. Planifiqué, esperé, solo para descubrir que no eran más que emisiones de ruido diseñadas para cerrar conversaciones sin esfuerzo. Finalmente, entendí la verdad: no significaban nada. Eran fórmulas de cortesía, vacías y predecibles, pequeños trucos de prestidigitación verbal para fingir conexión sin asumir la carga de mantenerla. Así, la comunicación neurotípica se revela como lo que realmente es: una danza de espejos rotos, un simulacro donde las palabras no sirven para entenderse, sino para que todos finjan que lo han hecho. Dicen cosas que no sienten, hacen promesas que jamás piensan cumplir y, para colmo, esperan que una mágicamente adivine cuándo una frase es literal y cuándo es puro ruido de fondo. Ese es un código secreto que nunca adquirí, ni me interesa adquirir.

¿Cómo pueden navegar un mundo donde las palabras no significan lo que deberían? ¿Cómo no se ahogan en esa red de ficciones? Me sorprende cómo esta costumbre permea todos los aspectos de la vida: desde lo cotidiano hasta lo trascendental. Promesas de ayuda que nunca llegan, empleadores que ofrecen oportunidades inexistentes, relaciones sostenidas por frases hechas y sonrisas ensayadas. ¿Se dan cuenta de la farsa o han aprendido a vivir en ella sin cuestionarla?

Mi manera de comunicarme es distinta. Si digo que haré algo, lo hago. Si hago una promesa, es porque tengo la intención de cumplirla. No juego con las palabras, no las vacío de significado para hacer sentir mejor a alguien o para evitar un momento incómodo. Me ha costado caro. La sinceridad en un mundo de NPCs es una amenaza, y la literalidad es vista como una falta de tacto. ‘Tienes que aprender a leer entre líneas’, me han dicho. Pero, ¿por qué? ¿Por qué el mundo funciona con líneas invisibles que algunos pueden leer y otros no?

He caminado entre sombras y distorsiones, entre realidades que se superponen como reflejos rotos en un charco oscuro. No es que no sepa qué es real, es que la realidad, esa entidad tan segura para los demás, para mí es un espectro en constante mutación, existiendo en un borde afilado entre lo tangible y lo esquivo, entre lo que se acepta como cierto y lo que el mundo insiste en llamar delirio.

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La cabeza de Medusa yace a mis pies, en un grito silenciado, su mirada petrificada en un reflejo que ya no puede devolver. La mitología la pintó como un monstruo, pero la verdad es que su única culpa fue ser transformada en aquello que los demás temían. Castigada por existir, por ser diferente, por poseer un poder que el mundo no podía aceptar. Pero Medusa no era un monstruo, era una fuerza. ¿Cuántas veces me han cortado la cabeza a mí, con el filo del capacitismo y prejuicio disfrazado de certeza?

Pero claro, el problema no es el absurdo de este código social, sino mi incapacidad para seguirlo sin cuestionarlo. No es que el mundo esté construido sobre una red de ficciones convenientes, no. Es que yo no sé “adaptarme”. Porque, al parecer, la comunicación no se trata de transmitir ideas de forma clara, sino de jugar a la adivinanza, de lanzar palabras con doble fondo y esperar que el otro decodifique el mensaje correcto sin ofenderse en el proceso. Un juego donde las reglas no se explican, pero se espera que todos las sepan.

Y si no las sabes, si preguntas demasiado, si tomas en serio lo que se dice, el castigo es inmediato: eres rara, eres incómoda, eres un problema. Se ríen de tu literalidad, te miran con condescendencia, como si fueras una niña que aún no entiende cómo funciona el mundo. Te dicen que la vida es así, que hay cosas que simplemente se sobreentienden. Pero lo que realmente quieren decir es: finge como nosotros o quédate fuera.

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A veces siento que estoy atrapada en una realidad paralela donde todos entienden algo que yo no. La comunicación, en este contexto, parece un acuerdo tácito, una danza invisible que mantiene la maquinaria social en movimiento. Me pregunto si alguna vez lograré descifrar ese código o si estoy destinada a ser la intrusa, la que pregunta de más, la que cree demasiado, la que espera lo que nunca llega. La sociedad me resulta un teatro de sombras. Los neurotípicos, esos que parecen dominar el mundo, se mueven en una coreografía silenciosa, un lenguaje de gestos sobreentendidos, que yo no puedo —ni quiero— comprender. Hablan, pero rara vez expresan lo que realmente piensan o sienten. Viven en la falsedad sin culpa, sin ser conscientes de su propia hipocresía, porque para ellos, la falsedad no es un defecto: es el pegamento que mantiene unida su civilización.

Desde mi infancia, me he sentido como un ser de otra especie.

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No porque no entienda el lenguaje, sino porque comprendo demasiado bien la distancia entre lo que se dice y lo que realmente significa. Me asombra la facilidad con la que la otredad navega en este mar de medias verdades y falsedades completas, sin nunca parecer angustiados por la contradicción constante en la que viven. Es como si la mentira implícita fuera tan natural para ellos que no necesitan reconocerla, algo que está en el aire que respiran sin cuestionarlo.

En el pasado, me esforzaba por encajar, por aprender a traducir sus códigos: miraba lo justo a los ojos para no incomodar, sonreía cuando el guion social lo exigía, modulaba mi voz para no parecer demasiado directa, tenía cuidado de no decir cosas fuera del contexto establecido, de no hablar demasiado bajo ni demasiado alto, ni con un tono de voz extraño. En otras ocasiones, intentaba hablar lo menos posible. Pero ahora, ya no me interesa vivir según las frágiles burbujas de fantasía de los demás. He dejado de adaptarme a su realidad construida y sé que puedo destrozarla en cualquier momento que considere apropiado, sin pedir permiso. Por supuesto, nada de eso cambia el hecho fundamental de que el mundo me parece profundamente falso.

No soy distante, ni fría, ni carente de sentimientos. Simplemente no me interesa jugar a la farsa colectiva. No sé vivir entre líneas ni quiero aprender. Porque si la única forma de encajar es vaciarme de sentido, prefiero quedarme al margen y conservarme intacta.

Los neurotípicos confunden diplomacia con humanidad.

Lo irónico es que se atreven a llamarlo “empatía”. Como si disfrazar la verdad fuera un acto de bondad. Como si ocultar lo que piensan, lo que sienten, lo que realmente quieren decir, fuera un favor para los demás. Pero su empatía no es comprensión, es conveniencia. No es cuidado, es evasión. No quieren evitar herir, quieren evitar incomodarse con la reacción. Y cuando alguien como yo llega y dice lo que es, sin envoltorios ni distracciones, no ven honestidad, ven amenaza.

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No dicen lo que piensan porque creen que la verdad es peligrosa, hiriente, inconveniente. Prefieren construir relaciones sobre ilusiones, donde lo importante no es la sinceridad, sino la armonía superficial. Me pregunto si alguna vez han sentido el peso de la verdad cruda en la lengua, si alguna vez han experimentado la libertad de hablar sin adornos, sin la expectativa de ser aceptados por una mentira bien dicha.

Tal vez por eso, una mujer como yo les parezca difícil de entender, no es que no quiera conectar, es que el puente entre su mundo y el mío está hecho de palabras demasiado ligeras, de promesas vacías, de una forma de relacionarse que para mí carece de sentido.

Vivir con mis condiciones, ser quien soy en este vasto y complejo mundo, ha sido tanto un desafío como una revelación. Soy autista —diagnosticada desde los doce años—, tengo TDAH y un trastorno esquizoafectivo. Esto último significa que convivo con síntomas propios de la esquizofrenia, como alucinaciones, paranoia y delirios, pero también con los de un trastorno del estado de ánimo. En mi caso, trastorno bipolar: un vaivén entre la euforia ligera de la hipomanía y los abismos de la depresión mayor. dos etiquetas que para muchos son sinónimo de incapacidad, rareza o peligro. Dos palabras que, en la boca equivocada, se convierten en diagnósticos de exclusión. No porque definan mi existencia, sino porque el mundo prefiere definir lo que no entiende en términos de defecto. Para ellos, no soy alguien con una forma distinta de procesar la realidad, sino alguien que debe ser corregida, ajustada, suavizada hasta encajar en su molde.

La realidad, sin embargo, no se pliega a sus expectativas. Mi cerebro no funciona con sus reglas arbitrarias, no se amolda a su idea de lo que es correcto sentir o decir. Percibo el mundo de manera intensa, a veces brutalmente vívida, otras veces como una serie de capas superpuestas que luchan por ocupar el mismo espacio. La gente habla de la “realidad compartida” como si fuera una estructura sólida, inmutable, pero para mí, la realidad es fluida, resbaladiza, un lugar donde la certeza es un lujo del que otros disfrutan sin siquiera cuestionarlo. ¿Cómo podría encajar en un mundo que exige interpretaciones únicas cuando mi mente es un caleidoscopio de percepciones en constante cambio?

Pero el problema nunca es el mundo. No. El problema siempre es el otro, el que no encaja, el que no traduce su existencia en un lenguaje fácil de digerir. Si me cuesta entender su hardcoded deception, es “mi” déficit de comunicación. Si me cuesta sostener interacciones triviales sin sentirme drenada, es “mi” falta de habilidades sociales. Si digo lo que pienso sin edulcorarlo, soy “demasiado” honesta, o cruel “demasiado” cruda. La carga de la adaptación, siempre, recae en quien perciben como el error en el sistema, nunca en ellos.

Pero yo no soy un error. No soy un malfuncionamiento en la máquina bien engrasada de la normalidad. Soy una anomalía, sí, pero no una que deba ser corregida. Soy la prueba viviente de que la percepción humana no es única, de que hay más formas de existir de las que les gustaría admitir. Y si eso les incomoda, que así sea. No nací para tranquilizar a nadie.

La belleza de la existencia, en su forma más cruda y sin adornos, se me revela como un caleidoscopio de momentos intensos, donde lo extraño se entrelaza con lo sublime, y lo doloroso se convierte en aprendizaje y transformación. No ha sido sencillo. He caminado rodeada de miradas que juzgan sin conocer, de palabras que hieren más profundo que cualquier cuchillo, y del desprecio de una sociedad que prefiere encasillar antes que comprender, refugiándose en la comodidad de sus prejuicios.

Ser diferente no es una condena. Es ver más allá de lo evidente, desafiar las normas que otros aceptan sin cuestionar, encontrar belleza en lo que otros descartan y saber que existen más formas de ser de las que nos enseñan. Ser diferente no me define ni limita. La forma en que experimento el mundo no es una sentencia sobre mi valor ni mis habilidades. La sociedad prefiere encasillar lo que no entiende, etiquetar lo que se sale de su molde, pero yo no estoy aquí para cumplir sus expectativas. Lo que mi forma de ser me ha enseñado es que la verdadera libertad no está en ser aceptado, sino en existir sin pedir permiso.

Ser diferente no es un error ni una falla en lo que se considera normal. Es, en muchos aspectos, una forma más auténtica de existir. Durante años, sentí que había algo en mí que debía corregirse, algo que no encajaba en la fluidez con la que los demás navegaban sus interacciones y expectativas mutuas. Con el tiempo, entendí que la diferencia no es una barrera, sino un portal hacia perspectivas que otros ni siquiera alcanzan a imaginar.

Los neurotípicos se sostienen en el andamiaje de lo predecible, a la comodidad de estructuras que les permiten interpretar a los demás con facilidad. Yo transito por otro camino, uno donde la comunicación no es un juego de señales tácitas, sino una revelación directa; donde el lenguaje no está velado por eufemismos, sino que resuena con la verdad de lo que realmente se siente. En este espacio de claridad, percibo la riqueza de la existencia de una manera que pocos comprenden: no como una serie de reglas fijas, sino como un campo abierto de significados y símbolos que danzan en los bordes de lo visible.

A lo largo de mi vida, he aprendido que no necesito la comprensión del mundo para que mi existencia sea válida. No tengo que probar mi valor adaptándome a normas que no me pertenecen ni pedir permiso para sentir y ver el mundo a mi manera. La verdadera libertad no está en encajar en una estructura que no fue hecha para mí, sino en saber que mi forma de ser es tan legítima como cualquier otra.

La sociedad intenta encasillar lo que no comprende, darle nombres a lo que le parece incierto, como si definir algo fuera suficiente para entenderlo. Pero no todo necesita un nombre, no todo debe ajustarse a las expectativas ajenas para tener significado. Mi existencia no se define por la mirada de los otros, sino por la inmensidad de lo que percibo, por la belleza que descubro en lo que muchos ignoran. Y así, me permito vivir en esa libertad, en la certeza de que mi manera de experimentar el mundo no necesita justificación. Porque la verdadera esencia de la existencia es la libertad, entonces, no está en el conformismo ni en la adaptación forzada. Está en la valentía de ser, en la firmeza de sostener la propia verdad sin miedo al juicio ajeno.

Como dijo Nietzsche: Y aquellos que fueron vistos bailando fueron tomados por locos por quienes no podían escuchar la música. Quizás mi música es distinta, quizás mi danza desafía el ritmo del mundo, pero es en esa diferencia donde encuentro mi esencia. Y eso, en sí mismo, es una forma de libertad inquebrantable.

gigithehacker

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